Nostalgia

 Llegan las primeras lluvias y parece que las gotas del rocío chirrían en nuestro interior e inyectan más melancolía de la cuenta. Si miramos hacia atrás hay algo que nos encoge y que nos produce una punzada aquí dentro. Las lluvias agudizan esa sensación. Los días se acortan y la noche llega antes de tiempo y, como te despistes, la oscuridad no te deja terminar ni la mitad de las cosas que pensabas hacer. Hemos perdido muchas oportunidades en poco tiempo: una primavera a medias, reuniones con los amigos y viajar tranquilamente a otros países para abrazar nuevas culturas. Ahora, con las temperaturas bajas, apetece coger una manta para taparte, pero ya no sabes si es para ahuyentar el frío o para esconderte y olvidar lo que hay fuera.

Abro la ventana y veo al turronero. El turronero que todos los años se pone en la esquina. Este año no habrá fiesta. Otra cosa que nos han quitado. Pero el turronero ha venido a cumplir con la tradición. El año pasado lo vi varias veces protegido con un chubasquero para no mojarse con el agua que caía del cielo. En ese momento sentí pena de él. Estuve a punto de bajarle un plato de crema de calabaza, que había hecho ese día, para que comiera algo caliente. Esta vez me trasmite una pena diferente. Lleva una mascarilla amarilla, del mismo color de la marca que vende: “La Moyera”. Cerca de la caja en la que pone las monedas tiene un bote pequeño de hidrogel. Él, sin dominar a la perfección la tecnología, pasaría el confinamiento temiendo que el parón en las ventas anulara la posibilidad de llegar a final de año. Las cuentas le descuadrarían. Ahora mira a los coches que pasan y al cielo que está limpio de banderas de colores. Está esperando a que el destino cambie. También espera a que alguien, con la nostalgia de la fiesta de siempre, compre unos turrones. Tengo ganas de acércame a él y hablarle para que la espera sea más llevadera. Él tendrá el recuerdo de las risas de los niños que el año pasado corrían con ilusión hacia los cochitos. Los fuegos artificiales y los barres llenos de clientes que compartían alegrías sin mantener un metro y medio de distancia. Al turronero no se le acelerará el corazón cuando la traca de voladores anuncie que la procesión va a comenzar, porque no habrá voladores ni fuegos artificiales. El turronero se ha puesto en la esquina para que alguien le compre un poco de esperanza. Él ha cumplido con la tradición, aunque esta fiesta no sea una fiesta.

Estos cambios nos están enseñando a improvisar. No sabemos si puede pasar esto u ocurrir aquello para lo que no estábamos preparados. Nos vamos adaptamos, aunque sonriamos a medias y echemos de menos aquellas situaciones a las que estábamos acostumbrados y con las que éramos felices. Eso sí: la lluvia de octubre siempre llega, porque las matemáticas de la naturaleza nunca fallan y son exactas. Esta exactitud nos hace mirar al frente con optimismo.

 


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