22 de noviembre

Noviembre. 22. Las doce del mediodía y nació. Una niña de dos kilos y trecientos gramos. El peso justo para agarrarse a la tierra y tantear el futuro que tenía reservado. La mañana era fría y la luna llena no la esperaba tan pronto. La llamaron como su bisabuela, rompiendo la tradición familiar de escoger para la criatura el nombre del santo del día del nacimiento. Lo primero que hizo fue llorar, y se le inflaron los cachetes que le decoraban la cara. Creció, como lo hacen todos los niños que van cumpliendo días, meses y años. Y fue construyendo su mundo particular con personajes, casitas para esconderse, y muñecas de trapo que le hacían compañía. Eran divertidas aquellas tardes de infancia con cuentos inventados con finales felices. Y fue creciendo entre fantasías mientras el exterior era silencio. Vivía feliz. Cumplió diez, quince, veinte años. Y un día, cualquier día, salió a la calle y descubrió la diferencia entre el amor y el desamor, el no del quizás, el singular simple y el plural incompleto. Dejó un reguero de miedos a sus espaldas. Otros se quedaron metidos en la misma maleta donde guardaba los motivos para levantar la mano en busca de oportunidades nuevas. Siguió creciendo, fabricando sus propios límites para llegar a ser quien quiso y quien es.
Cumplió treinta. Algunos más. Cumplió años cada 22 de noviembre, como hoy, que se pinta una sonrisa con carmín rojo para que sea la que ilumine las velas de la tarta. Los cuentos con finales felices solo forman parte de una infancia desgastada. Y nada parece indicar que el telón de aquellas tardes que la salvaban vuelva a levantarse.

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