El amor no se arruga

Odio los sábados y estaría dispuesto a dar lo que sea por no tener que vivirlos de la manera en que lo hago. Trabajo en una ferretería como comercial, y a diferencia de mis compañeros de trabajo, que ven este día como la antesala del descanso, a mí me supone estrés y ansiedad, porque es cuando mi jefe me coloca encima de la mesa el cuadrante de visitas que tengo que hacer durante la siguiente semana, sin darme opción a opinar ni a decidir. En la hoja de Excel que me entrega siempre hay algún viaje que implica ausentarme de la oficina uno o dos días. Estoy convencido de que no poseo el don de gentes ni la capacidad de adaptación que requieren un cargo como el que desempeño, pero accedí al puesto empujado por mi mujer (ahora mi ex), que me criticaba constantemente el olor a sudor con el que llegaba a casa después de estar empujando palets y cajas en el almacén de la ferretería.
La semana antes de mis vacaciones viajé a Fuerteventura para ofrecer unas ofertas a unas constructoras que pretendían levantar unos apartamentos en la zona de Puerto del Rosario. El hotel era bastante económico, como siempre me había sucedido. Llegué un martes y esa misma noche cené solo en el bar, elegí un menú, no quería comer demasiado. Después me di un paseo por los jardines de la piscina, repitiéndome una y otra vez, lo monótona que era mi vida. Subí a la habitación y me tiré en la cama. Comencé a echar un vistazo al Interviú que había comprado en el aeropuerto, y cuando más relajado me encontraba, noté que dejaban un sobre por debajo de la puerta. Sin ganas, me levanté para comprobar de qué se trataba, leyendo un mensaje del que no era destinatario. En un papel que llevaba el anagrama del hotel aparecía: “Aún nos queda una oportunidad. Estoy en la 305”. La llave magnética de la habitación estaba dentro del sobre.
Abrí mi puerta, la 302, y me dirigí a la que indicaba el sobre con la intención de subsanar el error que habían cometido. Toqué varias veces y nadie respondió. Decidí abrir con la llave que me habían dejado, y encontré que estaba vacía. Encima de la cama había una maleta abierta con ropa de mujer y sobresalía entre las prendas un fular color carmesí. El balcón estaba abierto, se veía el puerto y el mar, y sentí envidia por las vista. Inspiré y expiré la brisa veraniega que llegaba y, como no quería meterme en líos, salí enseguida.
En el pasillo me crucé con el señor que cerraba la 304, y tuve la sensación de que me escaneaba de la cabeza a la punta de los zapatos. No me equivocaba. Ese señor me miró con la rabia de un adolescente que odia a su compañero de instituto, empollón y guapo, que logra tirarse a la rubia de la clase. El hombre, a sus setenta y dos años, se había pasado la mañana intentando conocer a una señora en la piscina, y entre las respuestas escurridizas y agrias que había recibido, lo único que pudo averiguar fue el número de la habitación en la que pasaba sus vacaciones en la isla.
Por la mañana, bajé al bar a desayunar, comprobando que el señor del pasillo estaba sentado en la mesa pegada a la puerta de salida. Lo ignoré, a pesar de que su mirada me quemaba en la espalda. Elegí la mesa del fondo, alejado del bullicio de la barra, y en el instante en el que me acomodaba en la silla, pasó por delante de mí la señora con el fular carmesí enrollado en el cuello y sujetando en la mano la maleta que estaba en la habitación 305. Estuve a punto de dirigirme a ella y aclarar la confusión de la noche anterior. Seguí tranquilamente desayunado. Me pagaban por ser un simple comercial.

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